Le gusta parecer más cínico, duro y materialista de lo que es. "¿Que por qué hago desaparecer un Boeing 747? Pues porque hay gente dispuesta a pagar 400 dólares por una entrada para verlo". Esa respuesta explicaría esta entrevista como todas las que se le hacen: fama, luego publicidad y dinero. En este caso, promoción de su próxima gira por España. Estamos en el Hotel Palace de Madrid y acaba de pedir té (se ha declarado contrario al alcohol, las drogas, desde luego, e incluso al sufrido café) sin preguntarme si quiero tomar algo.
Para todos los reyes del show business, los periodistas somos parte de la máquina de marketing, pero a David Copperfield se le nota más. Sabe que debe engrasar esa máquina con declaraciones, apariciones cotidianas en papel cuché y nuevas parejas (siempre modelos despampanantes). "Nadie paga una entrada para ver al novio o al ex novio de Claudia Schiffer", me ataja cuando me veo obligado a entrar en el asunto... Entonces se prepara para despacharme en los veinte minutos pactados con su agente.
Solo me dedica un ratito más de lo previsto cuando se entera de que coincidimos en la Universidad de Nueva York (él dando clases ¡de magia!)... Y entonces recuerdo su currículum.
David Copperfield fue un empollón, un tipo tímido de origen ruso, David Kotkin, que apenas osaba alzar la voz en las clases del instituto de su pueblo, Metuchen, New Jersey, villorrio de extrarradio hoy apenas conocido por ser la ciudad natal del mago.
Intentó superar el rechazo de sus compañeros de clase ante aquel chaval introvertido comprándose un libro de magia y practicando algunos trucos de cartas... ¡Y funcionó! Desde entonces, ha demostrado un instinto fabuloso para descubrir qué es lo que quieren ver aparecer y desaparecer sus semejantes.
Está entre los diez artistas más ricos del mundo según la revista Forbes, pero todavía se patea medio planeta. Y ahora se ha concentrado en sus giras mundiales y en la renovación del repertorio de su espectáculo permanente en Las Vegas.
Es un obseso de la perfección y un detallista del ego...
Pregunta: ¿Le pone azúcar a su té?
Respuesta: ¿Acaso me encuentra usted gordo?
P.: No, por Dios, es que hoy en día ya nadie se pone azúcar. ¿Qué le da la magia, aparte de dinero, mucho dinero?
R.: Si yo hubiera sido un gran orador o por lo menos hubiera sabido contar chistes, seguramente no me estaría haciendo esta entrevista...
R.: Si yo hubiera sido un gran orador o por lo menos hubiera sabido contar chistes, seguramente no me estaría haciendo esta entrevista...
P.: ¡Quién sabe!
R.: Yo era un chaval tímido, tímido. Pensaba que si lograba maravillarlos, me aceptarían mejor mis amigos.
P.: ¿...?
R.: Yo era un chaval tímido, tímido. Pensaba que si lograba maravillarlos, me aceptarían mejor mis amigos.
P.: Y aprendió algunos trucos...
R.: Sí, con cartas. Lo que me hizo, supongo, diferente, es que no me conformé con cartas...
P.: ¿Qué planeó?
R.: Hice desaparecer al profesor.
P.: No me extraña que enseguida se hiciera popular en clase.
R.: Sí. También está mi problema de motivación, de seguir estimulándome con lo que hago...
P.: Es el más difícil todavía...
R.: No, no. En mi caso, el método de trabajo es hipotético: ¿qué pasaría si yo hago...?
P.: ¿Y qué pasa?
R.: ¿No lo ve? No me va mal; así, con mi equipo creativo, fuimos ideando números. Desde la desaparición del Boeing 747 a la Gran Muralla China. Se trata de plantearse retos y siempre hay soluciones después.
P.: ¿No le da miedo fallar?
R.: Desde luego. Pero me da tanto miedo que falle el truco como quedarme en blanco y no saber qué decir delante de millones de espectadores.
P.: ¿Cuántas veces le ha fallado el truco?
R.: Unas cuantas, la verdad. Y es curioso lo cruel que es el público entonces.
P.: ¿Le han silbado en ocasiones?
R.: Pues sí, pero lo que más me duele es que el show haya sido estupendo, pero que se vayan hablando solo del fallo.
P.: ¿Qué hace cuando ve que falla?
R.: Siempre hay un plan B y un plan C.
P.: ¿Y si también fallan?
R.: Pues lo que le he dicho, sufro porque solo hablarán del fallo. Y es que, ¿sabe por qué sigo haciendo magia después de todos estos años?
P.: ¿...?
R.: Porque soy muy buen escuchador. Escucho las reacciones del público y veo cómo reacciona. De ahí saco las ideas y corrijo los defectos de mis actuaciones: el ritmo, el tiempo, las sorpresas, las músicas. El público lo enseña todo. Solo hay que saber mirarles la cara y escucharlos cuando vuelven a sus casas con sus amigos.
P.: ¿Le dan ideas para nuevos trucos?
R.: Sí, claro, recibo cientos de cartas, pero las grandes ideas se me han ocurrido viendo películas. El cine no es más que magia, por lo menos el buen cine.
P.: ¿No le dan tentaciones de retirarse a contar sus millones y cuidar su colección de magia?
R.: No, no. La magia sigue ayudándome a que me acepte a mí mismo...
P.: Y a juzgar por su éxito, también a que lo acepten las mujeres.
R.: No voy a hablar de mis parejas. Ya lo he dicho: nadie paga una entrada para ver al novio de Claudia Schiffer.
P.: De acuerdo.
R.: En el fondo, no se trata de dinero, sino de que pueda seguir obteniendo esos aplausos de mis días de colegio. Todavía me son muy necesarios y la verdad es que me hacen sentirme querido.
P.: ¿Nada más?
R.: Bueno, sí, me preocupa mucho dignificar la profesión de mago. Con toda esa legión de tipos que se hacen llamar magos dando vueltas por el mundo, no siempre es fácil marcar las distancias, y no solo por las dimensiones del espectáculo o por los medios de que dispones o por la cantidad de audiencia, sino por la creatividad.
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